DI NO A TUS DOGMAS

viernes, 5 de abril de 2019

Los ilocalizables


Soy un adicto y soy un impaciente. O más bien, soy un adicto a la impaciencia.

Perdí mi teléfono celular en el Vive Latino. Al darme cuenta viví un momento de contradicción. Los amigos que me acompañaban me daban el pésame, pero yo no tenía claro que debiera lamentarlo. Llevaba unas semanas considerando abandonar algunas redes sociales pero la voluntad no había vencido la adicción. Cuando noté el vacío de la bolsa del pantalón y comprendí el (in)fortunio, me sentí como al que despiden del trabajo que odia: extrañamente feliz de perder un privilegio.
Así que no quise recuperar el teléfono inmediatamente. Durante unos días reflexioné sobre varios temas relacionados con esta maravillosa máquina. No pretendo hacer ninguna valoración socio-moral relacionada con los teléfonos inteligentes o las redes sociales, sólo describir lo que sentí esos días sin ellos. Valgan ustedes las ligeras exageraciones. Pretenden sólo hacer más práctico el análisis, mas no manipularlo.
El estrepitoso avance en la tecnología de la telefonía móvil permite la comunicación escrita y de voz en tiempo real desde prácticamente cualquier ubicación. Esta fantástica posibilidad ha tenido consecuencias:
- Todos tienen celular.
- Todos suponen que todos están disponibles en todo momento, y que esa disponibilidad debe ser inmediata.
- Todo mundo es localizable en cualquier momento.

Evidentemente, quien no tiene celular no está disponible ni es localizable en todo momento. Y, como es obvio, esta condición es antisocial. Y al ser antisocial causa una extraña incomodidad en quienes rodean al ilocalizable. Extraña porque no es un asunto legal, ideológico, político, moral o de buenos modales. Es difícil de definir la falta que comete el ilocalizable. Pero igual incomoda.

Estudié ingeniería en telecomunicaciones y, como es de esperarse, la tecnología de la telefonía móvil me intriga, me emociona.
Además soy un impaciente. No sé esperar. Así que la comunicación en tiempo real me viene bien. Y entonces, con el celular en la mano, me volví un adicto a la impaciencia. La inmediatez me excita.
Pero también soy un rebelde. Me molesta el tener que ser porque todos son. Al menos no sin cuestionarlo. Por eso, al saberme ilocalizable, sonreí.

Descubrí que había olvidado cómo es estar sin hacer nada. Con el celular en mano evitaba la condición de no hacer. La pantalla del teléfono es medicina para el aburrimiento. Pero se consume sin estar aburrido. Y eso ha hecho agonizar la capacidad de contemplar. Es difícil estar sentado en un parque sin hacer nada, sólo contemplando. Es como si tuviéramos miedo a estar solos con nuestros pensamientos. Preferimos estar conectados con el mundo a través del celular. Engendramos una gigante necesidad de estar distraídos. Hay una fuerte sensación de desnudez si no sacamos el teléfono de la bolsa cuando estamos en público, esperando, a solas. Disfruté andar desnudo por la calle.

No duré mucho tiempo sin teléfono. En parte porque no me considero un antisocial, en parte porque es una herramienta que facilita muchas cosas, y en parte, por supuesto, porque soy un adicto. Pero recomiendo el ejercicio. Entendiendo de entrada que las relaciones humanas urbanas se han moldeado de tal forma que tratar con alguien sin celular es como tratar con una persona sordomuda. Sabes que existen, los respetas, pero como no se comunican como tú, incomodan. Los ilocalizables incomodan.